Elevo a escritura pública
Otro día y otro peso que no tengo.
En una semana serán 8 pesos,
y si el tiempo pasa —como está en mis cálculos—,
en unos años
habré ahorrado tanta carencia
que no podré disimularla.
Y en el orden de las etapas de la vida
viviré en mi vieja casa
expandida por los bordes de una gotera
y cataré alcoholes que dejan ciega la memoria,
como todo señor se ha propuesto a los 50.
Pero que nadie se enfade, porque no creo en las grandes herencias
—para el vacío que entonces habré parido—
ni en las acumulaciones. Mi orientación filantrópica
me exige compartir lo que no tengo.
Este agujero
atravesará también las palmas de los necesitados. Mis amigos,
los raquíticos y los torpes. Tengo todo para darles.
Traficantes del hambre.
Dueños de la materia en ningún reino.
Entre los bolsillos estallados
de los que no dejaron nada al mundo,
más que su honesta incapacidad para habitarlo,
de los que pierden,
para que sigan perdiendo siempre
y de las olvidadas de todas las generaciones:
de Lili Brik y de Joan Vollmer,
para que nadie se acuerde de que alguna vez
les palpitó el corazón.
Así que aquí está:
acumulada y sin impuestos,
junta la nada con la nada, suma nada.
Y nada más.
Que así sea.
Matemáticas
Nunca fui buena en matemáticas,
pero disfrutaba desmembrar la calculadora.
Amaba ver sus partes
entre mis manos
como si fueran órganos. Luego la volvía a armar
y cuando aparecía el cero en la pantalla,
sabía que la extraía de un paraíso.
El Paraíso de los artefactos, en donde descansa
todo lo que no tiene estómago ni siente miedo.
Era un proceso que debía repetir
y lo hice las veces necesarias:
quince en una serie. Veinticinco en otra.
No sé cómo decir que todas
fueron un fracaso.
¿Pero si no lo hago yo,
entonces quién lo hará?
No necesito cosas nuevas,
estoy cansada de lo que ya existe,
topes para el viento,
una edición de lujo del Quijote o la horrible
adaptación cinematográfica de una gran obra.
Odio también lo viejo y sus
antiguos mecanismos funcionales
que estafan a la muerte. Necesito un proceso
(el adecuado)
para destruir lo construido
y desarmar lo perdido y desechar lo articulado
y desarticular lo dicho y desmembrar el símbolo
y el silencio y fabricar sobre el vacío
algo derruido, inútil, vano.
Creo que en el futuro
hay una forma real de todo esto,
quizás una calculadora
a la que pueda por fin creerle.
Poema
Lees un poema
en una pared de Los Lagos
y es un gran poema
mejor de lo que algún día podrás escribir
y la conciencia de las circunstancias
te produce un poco de risa
y otro poco de dolor
atávico
instintivo
¿qué haces?
Ahora que eres el fruto histórico de la razón
—dicen—
es inevitable:
agachas la cabeza y te miras
los zapatos
Qué más.
Eres hija de tu época.
Aunque te gustaría querer otra cosa:
reclamar para ti misma una decisión incivil
pero solo un poco.
Ejecutar una pequeña muestra
de libre
discernimiento
con leves visos de violencia
porque viste un poema
y era un gran poema y ahora quieres
rehusarte
a la razón,
beber el agua del lago,
maldecir a la civilización,
cagarte en la suprema luz y todos sus muertos.
Quieres
agachar
los zapatos
y mirarte la cabeza,
eso tendría más sentido
o cabecear los zapatos
y agachar
la mirada
o mirar la agacha y zapatear
la cabeza.
Porque no saben —occidente no sabe—
que viste un poema en Los Lagos
¡y era un gran poema!
mejor de lo que podrás escribir algún día
y ya no quieres, dices,
esa risa estúpida
ni el dolorcito
atávico
instintivo.
Quieres
quitarte los zapatos.
Imagen tomada de Pinterest
| Ana Santacruz (Bogotá, Colombia, 1995). Investigadora. Licenciada en Sociología y Maestra en Derecho por la UNAM. Ha publicado fotografías en Punto de Partida y el texto «En defensa de la inutilidad» en Boca de Sapo. Le interesa lo residual, lo desviado: el fracaso, la insignificancia. También investiga sobre el arte visual y experimenta con las posibilidades de la fotografía análoga. |
